Todo en el Universo se manifiesta, en su fluir y refluir, en ciclos naturales recurrentes. Nuestro planeta Tierra, cada trescientos sesenta y cinco días, en su rotación alrededor del Sol forma una elíptica maravillosa, que tiene cuatro puntos bien definidos: Los solsticios y los equinoccios, que marcan el inicio de las cuatro estaciones del año. En los tiempos antiguos, la mayoría de los calendarios eran solares, basados en los ritmos naturales que rigen la vida de todos los seres que pueblan el planeta. Las culturas del hemisferio Norte empezaban el año con el solsticio de invierno de esa latitud: El 22 de Diciembre, mientras que las culturas ubicadas en el hemisferio Sur comenzaban el año con el solsticio también de invierno, pero de esta latitud austral: El 21 de Junio. La razón cardinal de este ordenamiento se basaba principalmente en una sabiduría integral, cósmico-esotérica de plena comprensión del equilibrio que existe entre lo espiritual y la mecánica celeste, centrando el comienzo del año nuevo en el nacimiento del Sol que se realiza en el solsticio de invierno, que es el punto de máximo alejamiento de la Tierra con respecto al Sol, empezando su acercamiento al iniciarse la primavera.
En lo cósmico es el inicio de otro ciclo natural de vida que florece con la primavera, da su fruto con el verano, decae en el otoño y se apaga en el invierno, para renacer en la próxima primavera. En lo espiritual simboliza el nacimiento del niño Sol, del Cristo Cósmico, el principio de vida que debe nacer en todo el universo, para dar vida con el florecimiento de la abundancia que es un don del creador, desarrollarse crecer y madurar para donar sus frutos en plenitud infinita a toda la creación, crucificarse por amor desinteresado, morir que es un proceso de transmutación para resucitar glorioso en un nuevo ciclo de manifestación de mayor elevación y perfección.
La mayoría de las grandes culturas antiguas tenían una mayor comprensión de la mecánica universal de vida, que es material, energética y espiritual al mismo tiempo, como una hermosa trilogía indivisible que respetaban profundamente y se guiaban por todos sus ciclos cósmicos y naturales que marcan los ritmos de la vida libre en su vibración, de la vida en sus ciclos de flujo y reflujo, de manifestación y de descanso, de evolución y de involución; ritmos totalmente perfectos que el hombre de estas épocas ya no conoce y que interfiere inconscientemente creando destrucción y muerte en la naturaleza.
En nuestro hemisferio austral el año nuevo debería empezar el 21 de Junio, tal como los sabios y antiguos tiawanacotas lo festejaban, con el nacimiento del Dios Sol, el hijo primogénito, con ceremonias propiciatorias, telúricas y cósmicas maravillosas empezando el año en común unión con el Padre Creador en adoración humilde, y en armonía perfecta con la Madre Naturaleza en sus sagrados ciclos de vida.
La fiesta de año nuevo debería ser una fiesta de profunda evaluación, reflexión y comprensión de todo lo vivido en el año que se va. Una fiesta del alma que en retrospección analiza sus aciertos y desaciertos, sus triunfos y derrotas, para, en serena lucidez, tomar conciencia de los aspectos que deben ser corregidos, los que deben ser eliminados y los que deben ser plenamente desarrollados, para renacer renovados y frescos en el año nuevo que empieza. Una fiesta del espíritu que se enriquece retroalimentándose a sí mismo con amor, sabiduría y felicidad para seguir en su crecimiento infinito hacia la luz del Padre, hacia el Amor del Hijo y el Poder del Espíritu Santo.
Desde esta columna deseamos un feliz y prospero año nuevo a todos nuestros lectores y que la sabiduría que humildemente compartimos con ustedes a través de este portal les sirva como una luz inagotable que muestre el camino de su autorrealización íntima, con felicidad plena, y libertad verdadera.
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